Mundo de Córdoba
No había cifras, cámaras de fotos ni informes sobre derechos humanos a la vista. En La Patrona sólo podía distinguirse un largo horizonte de cañaverales y un tren de paso que a diario se llenaba de pasajeros sin boleto. Eran sombras subidas al techo, calladas, cruzando el valle de Amatlán sobre una fría cadena de vagones. Quizá jueguen, pensaban las mujeres en La Patrona. Quizá sea eso, sólo un juego.
Fue hace 20 años cuando Norma vio a un hombre descender de ese tren. Bajaba con los brazos extendidos, sangrando ante un grupo de sombras que sostenían sus pies. Recuerda que al verle pensó en la imagen de Cristo, “un Cristo negro”. Lo llevó a su casa para curarle las heridas con sal. Más tarde supo que ese hombre había sido acuchillado al defender a su compañera, violada sobre el mismo tren. Supo que las mujeres de La Patrona se equivocaban. Aquello no era un juego.
“Amar a Dios no significa rezarle todos los días, es ayudar a quién lo necesita… todos los días. Mientras haya un solo inmigrante en esos trenes continuaremos haciendo comida”, explicaba en una entrevista realizada por este periodista hace 5 años.
Durante este tiempo, Norma y las demás “patronas”, conocidas por dar alimento al migrante, no han dejado de recibir reconocimientos. Galardonadas con el Premio Nacional de Derechos Humanos en 2013 y una candidatura a la Princesa de Asturias (España) en 2015, estas amas de casa y agricultoras amatlecas pusieron el dedo en la llaga en una época de silencio.
10 mil inmigrantes secuestrados entre septiembre de 2009 y febrero de 2010; 11 mil en 2013. Cientos de violaciones, mutilaciones y extorsiones. 400 centroamericanos cruzando a diario 8 mil kilómetros de amenazas. Por fin había números, estimaciones y cifras a ciegas. Lo que nunca habría, sin duda, es justicia para cada uno de esos rostros.
“Han sido 21 años de aprendizaje. Les dábamos de comer, les dábamos agua, pero ignorábamos qué pasaba con los migrantes: la violencia en el camino, la gente que se aprovecha vendiéndoles más caro… Entendamos algo: Nadie se queda a ver cómo se mueren sus familiares uno a uno. Hay que ponerse en el lado del otro para pensar de manera diferente”, explica Norma desde el albergue de La Patrona.
La población clandestina atraviesa un momento especialmente delicado. Inmersos en una crisis de violencia en México, el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, consiguió la victoria con un discurso amenazante que no pasó desapercibido para nadie, sobre todo para los latinos que caminan por las calles de Washington o Arizona sin un sello de entrada en el pasaporte.
Se estima que hay al menos un millón de veracruzanos viviendo en el país vecino, motivos suficientes para entender aquí, en la región, el “via crucis” que sufre cualquier persona que lo deja todo para conseguir algo… O nada. Las patronas comprendieron que no se trata de nacionalidades sino de opciones: actuar o quedarse inmóvil. Ellas escogieron la primera opción.
“Los planes sólo los tiene Dios. Trump puede planear hacer muros, pero lo que él pueda decidir no es tan fuerte como el empuje que tienen los migrantes, por muy altos que sean esos muros…Nuestro trabajo es ayudarles, pero no sólo a ellos, también a los que están a nuestro lado, a los que viven en la sierra, a la gente que no puede comer… La fuerza de todos los que apoyan es mucho más grande que cualquier muro”, explica la vocera del colectivo.
Lejos del Capitolio y de las oficinas administrativas, las hermanas Romero (Norma, Bernarda, Clementina y Rosa), su madre doña Leo y otras tantas familiares y voluntarias más, han cocinado toneladas de comida durante más dos décadas sin recibir nada a cambio. O recibiéndolo todo. Su paga es el aprecio y el respeto de una sociedad convulsionada por la violencia y la corrupción. Ellas devuelven esperanza.
El ritmo ha sido frenético. Idas y venidas a las puertas traseras de los supermercados, lavar platos a cambio de pan, carreras con la mano tendida hacia un tren en marcha, gestos fugaces de agradecimiento, alguna carta… “No les importó si soy un hipócrita, un asesino o un ladrón. Siempre me dieron pan y agua. No se imaginan cuánto le agradezco a Dios que estuvieran allí. Sólo Dios sabe el hambre que tenía y la sed que me tronaba la garganta”.
Las palabras de este migrante justifican una vida atada a los fogones, o eso consideran ellas. La batalla de ‘las patronas’ es ahora crear conciencia y mostrar lo que sucede, con toda su crudeza; mostrar también que hay un libro abierto en cada migrante, y que ese libro habla de gente que “se cae y se levanta, una y otra vez”. La lectura no debe quedarse entre los muros de una iglesia, explica Norma. Dar de comer al hambriento es algo más que una misa.
“Aquí sólo se habla de ellos en el día del migrante. Pero ese día son todos los días, porque siempre pasan por aquí. Me gustaría ver a muchos párrocos repitiendo una palabra en cada misa: misericordia. Y que esa palabra salga luego a las calles”.
Una colaboradora del albergue, Ceci, dejó escritas hace años unas líneas que deberían viajar de frontera a frontera. Es lo que queda tras una mirada sobre lo que pasa en esas calles, frente a un horizonte de cañaverales, sobre el techo de un tren:
“Sabes el hambre que ha pasado, que ha dejado atrás una familia y que se va con las manos vacías a enfrentar grandes riesgos. Pero en el instante en el que lo ves a unos metros extendiendo su mano con una sonrisa, dejas de pensar y de percibir el mundo y a ti mismo; sólo sientes lo que él siente: emoción, gratitud, esperanza, alivio… Una conexión tan breve y al mismo tiempo tan intensa y tan sublime que sólo se puede comparar con un beso”.